LA CUARTA PÁGINA
martes, 15 de
septiembre de 2009
Insumisos, la batalla por un ideal
JORGE URDÁNOZ GANUZA
De quién se dice aquello de "no
sabían que era imposible y lo han conseguido"? Porque si
alguien se merece la cita, ésos son los insumisos que en su día
vencieron al ejército. Un ejército, el heredado de la dictadura,
que no tenía entre los españoles la mejor de las reputaciones,
estigmatizado como estaba por haber sido uno de los puntales de la
represión franquista.
El movimiento antimilitarista le plantó cara pronto y, casi
inconcebiblemente, terminó ganando una batalla que sólo cabía dar
por perdida. Los insumisos lograron acabar con la mili obligatoria y
forzaron a la institución militar a replantear toda su estrategia de
fondo. Fue, por muchos motivos, un acontecimiento singular, y merece
la pena recordarlo. Aunque parezca ciencia-ficción, cientos de
jóvenes iban a la cárcel en defensa de sus valores La cita de
Gandhi se repetía por doquier: "No hay un camino a la paz, la
paz es el camino"
No es fácil acotar los orígenes del
proceso. La fundación oficial del Movimiento de Objeción de
Conciencia -el MOC, el colectivo que gozó de un mayor protagonismo
durante los años de la insumi-sión- data de 1977, pero hay acuerdo
en considerar que tal fecha supuso tan sólo un bautizo más o menos
formal a un impulso que tenía ya algunos años. En 1971, con el
dictador todavía atado y bien atado a los resortes del poder, Pepe
Beunza, el padre del antimilitarismo español, se convirtió en el
primer insumiso no religioso al ejército obligatorio (los Testigos
de Jehová se habían negado a alistarse desde siempre). Lo
arrastraron por 10 prisiones durante casi tres años, pero con el
tiempo pudo ver cómo la incorporación a filas dejaba de ser
obligatoria. Hoy en día sigue siendo un referente para el movimiento
por la paz en nuestro país.
El antimilitarismo bebió de la
rebeldía de Mayo del 68, del pacifismo cristiano de los movimientos
de base y de los procesos de desobediencia civil inaugurados por
Thoreau, Gandhi y Luther King. Hubo también, es cierto, una
insumisión específicamente nacionalista. No al ejército, sino a
España. No antimilitarista, sino militarista a la contra. Pero de
ésa no hablaremos aquí, pues no es sino el mismo belicismo con
distintas insignias. La insumisión de la que nos ocuparemos aquí es
aquella que ofrecía razones y ejemplos contra una organización
social estúpida, injusta y ciega, no contra los particulares colores
de la bandera que la arropaba.
Aunque hoy parezca ciencia-ficción,
los jóvenes de entonces iban a la cárcel dos años, cuatro meses y
un día por un ideal. Podían optar por hacer la prestación social
sustitutoria durante un año, por supuesto, pero eso era hacerle el
juego al sistema militarista y permitir, por tanto, su perpetuación.
Así que decían adiós a sus familias, a sus estudios o a sus
trabajos... y se entregaban. Seguían las enseñanzas de la
desobediencia civil: jamás acatar lo injusto, pero nunca responder
con la violencia. Y asumían además el castigo legalmente
establecido. Porque, como Gandhi y King habían enseñado, sólo así
puede la sociedad vislumbrar las injusticias y percibirlas como
tales, y sólo así será posible el cambio. Por eso centenares de
jóvenes que no sólo no habían hecho absolutamente nada, sino que
eran en muchos sentidos los mejores de entre nosotros, acababan en
prisión. Y, extramuros, la sociedad empezó a plantearse cosas.
Es difícil, sospecho, que un
adolescente de hoy conciba algo semejante. No hay fuerza de
convicción más poderosa que la sinceridad y el ejemplo, pero ya no
abundan. Yo no viví la transición, pero intuyo que entonces los
ideales democráticos eran eso, ideales, y no la palabrería hueca y
pomposa en la que se han convertido ahora. Entonces un partido como
el PSOE podía ceder a otro grupo político uno de sus dos asientos
de los siete que formaban la comisión que habría de redactar la
Constitución (¡la Constitución!), sólo porque creía que era
justo que así fuera, aunque nada le obligara legalmente a ello.
¿Podemos imaginar algo parecido ahora,
cuando nadie le hace ascos ni al menor tránsfuga de pueblo? Para
bien y para mal, con la democracia llegó también el desencanto. La
política dejó de ser aquello de conseguir el poder para poner en
práctica los ideales e, imperceptiblemente, se convirtió en el
manejo de los ideales para conseguir el poder.
Los insumisos fueron probablemente los
últimos grandes idealistas que dieron la batalla en la arena
específicamente política y estatal. Tras ellos, las ansias de
transformación buscaron otros cauces. A la desnuda autenticidad de
su idealismo, que a nada conduce por sí sola, sumaban unas razones
de fondo que era difícil rebatir. La mili obligatoria se había
convertido en un ritual vacío de todo contenido. Era un semillero de
suicidios, de frustración, un sinsentido amargo. Y el pacifismo
dibujaba un horizonte de posibilidades cargadas de esperanza. La cita
de Gandhi se repetía por doquier: "No hay un camino a la paz,
la paz es el camino". A Thoreau, encarcelado por negarse a pagar
unos impuestos que apuntalaban la esclavitud, su mejor amigo le
preguntó: "¿Cómo es posible que estés en la cárcel". A
lo que él simplemente contestó: "¿Cómo lo es que no estés
tú?". Era la anécdota definitiva.
No se trataba sólo de ser justos en la
lucha, se trataba de luchar por algo que era eminentemente justo. La
abolición de los ejércitos, la concordia universal, la educación
por la paz, el desarme... todo era posible y todo había que
intentarlo.
De alguna manera, el movimiento murió
de éxito. Con la mili obligatoria se extinguió también el móvil
aglutinante fundamental. Los insumisos fueron olvidados. Hoy están
entre nosotros: pueden ser el carnicero, el bibliotecario o el
conductor del autobús, pero lo ignoramos. No recibieron jamás ni
una medalla, ni una condecoración, ni un reconocimiento, nada.
Gracias a ellos, miles y miles de conciudadanos no desperdiciamos
nueve meses de nuestras vidas, pero nadie les ha dicho nunca algo
parecido a "gracias". Ni Pepe Beunza, ni el MOC, ni nada ni
nadie han sido candidatos a reconocimiento institucional alguno. Ni
una nota a pie de página, sólo silencio. Con todo, el movimiento
antimilitarista sigue activo, por supuesto. Tecleen en Google
"objeción fiscal"... razones y motivos, por desgracia, no
faltan.
¿Y el ejército? La experiencia le
hizo aprender muchísimo. Inició una campaña de desinformación
digna de Orwell: basta decir que la idea-fuerza es la paz. "Misiones
de paz", "ejército humanitario", etcétera. Todo muy
bonito y todo mentira: la cruda verdad es que tan sólo el
1% de su presupuesto se dedica a ese tipo de misiones
internacionales.
Y se trata siempre de misiones en las
que España tiene algún interés político obvio. Y abundan las
denuncias de brutalidad, de ineficacia o de cosas peores. Y, si de
ayudar se trata, las ONG lo hacen mejor y salen más baratas. Siete
veces más baratas, exactamente. Y más allá de eso, ¿qué clase de
empresa anuncia tan sólo el 1% de su actividad? La maniobra es tan
exitosa que incluso se les ha permitido sacar a niños de las
escuelas para llevarlos de excursión a los cuarteles. ¿Educación
para la paz? No: el mundo al revés.
Si el movimiento antimilitarista no fue
más allá a pesar de todo el potencial que encierra se debió
probablemente a una carencia de diagnóstico, de visión global. Una
lacra que caracteriza nuestra época: nadie sabe hoy en qué creer.
Pero ¿por qué los barrios ricos necesitan muros, cámaras y
seguridad privada, y por tanto han de invertir en ello buena parte de
su presupuesto? Porque si son ricos es que hay otros que son pobres.
Pongan "países" donde digo
"barrios" y "ejércitos" donde digo "seguridad
privada" y tendrán una fotografía bastante aproximada del
concierto mundial de las naciones. Un concierto difícil de cambiar,
si no imposible. Aunque quizás, en alguna parte, alguien no lo sepa
y haya empezado ya a intentar lo inaudito. Nunca se sabe cuándo
prende la chispa de lo imposible.
Jorge Urdánoz Ganuza,
doctor en filosofía, es visiting scholar en la Universidad
de Nueva York.
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